El joven vigia


En una hermosa mañana de 958 M41, durante la guerra de secesión cardeliana, y pocos días después de la batalla de Solferino, que ganaron los cardelianos y arios a los inquisidores, un pequeño destacamento de caballería de cardel avanzaba a paso lento por un sendero solitario, explorando con mucho cuidado el campo. Mandaba la patrulla un oficial y un sargento, y todos miraban a lo lejos, hacia delante con los ojos fijos, esperando a cada momento ver aparecer entre los arboles las señales de las avanzadas enemigas. Así llegaron a una casucha rustica, rodeada de altos fresnos, delante de la cual se encontraba un chico de unos doce años, completamente solo, el cual se ocupaba de descortezar con un cuchillo una rama para hacerse un bastón. En una ventana ondeaba una gran bandera cardeliana, dentro de la casa no había nadie, porque sus moradores una vez que colocaron la bandera, huyeron por temor a los inquisidores.
Cuando el chico vio a los soldados tiro la vara y se quito la gorra. Era un lindo muchacho de mirada viva. Grandes ojos azules y cabellos rubios y largos. Estaba en mangas de camisa y mostraba el pecho desnudo.
¿Qué haces aquí?-pregunto el oficial, deteniendo el caballo-¿Por qué no has huido con tu familia?
Yo no tengo familia-respondió el chico-Soy huérfano, he estado en un orfanato. Trabajo un poco para uno y otro poco para otro, y me he quedado aquí para ver la guerra.
-¿Has visto pasar a los inquisidores?
-Desde hace tres días, no.
El oficial permaneció unos instantes pensativo, después de bajo del caballo y dejando ahí a los guardias, que miraban hacia las líneas enemigas, entro en la casa y se subió al techo de la misma. Pero era muy baja y nada se alcanzaba a ver desde allí, solo una pequeña extensión de campo.
Es necesario subir a un árbol, dijo para sí el oficial y bajo. Justo delante de la casa de alzaba un fresno altísimo y flexible, cuya cima se balanceaba en el azul de cielo. El oficial estuvo unos momentos pensativo, mirando a los soldados y al árbol, pero de pronto se dirigió al chico y le pregunto:
¿Tienes buena vista, niño?
¿Yo?-respondió el muchacho –A dos kilómetros veo un gorrión.
-¿Te atreverías a subir a la punta de ese árbol?
-Si me atrevo. En medio minuto estoy arriba.
-¿Y sabrás decirme todo lo que alcances a ver desde arriba, si hay soldados de la inquisición y hacia qué lado, humo, armas que relucen, tanques?
-Claro que sabré.
-¿Qué quieres por hacer ese favor?
-¿Qué quiero?-dijo el chico sonriendo-Nada, eso es poca cosa, si fueran inquisidores, por nada en el mundo lo haría, pero por los nuestros…..soy cardeliano.
-Está bien, entonces sube.
Se quito los zapatos, se ajusto el cinturón, arrojo la gorra al pasto y abrazo el tronco del árbol.
¡Aguarda!-Exclamo  el oficial y como si fuera presa de un repentino temor, hizo ademan de detenerlo. El chico se volvió y lo miro con sus grandes ojos azules, con aire interrogante.
No, es nada-dijo el oficial-vamos, sube.
Y el chico empezó a trepar con la agilidad de un gato.
Vista al frente-grito el oficial a los guardias.
En breves momentos el chico apareció en la cima del árbol con las piernas, que quedaban ocultas por las hojas, enroscadas en el extremo del tronco y el pecho al descubierto. El sol que caia de lleno sobre sus rubios cabellos, les daba un brillo parecido al oro. El oficial apenas alcanzaba a verlo, parecía muy chiquito ahí arriba.
Mira al lado derecho hasta donde alcances-grito el oficial.
EL chico, para ver mejor, levanto la mano y  se la coloco a modo de pantalla por encima de los ojos.
¿Qué ves?, pregunto el oficial.
El chico volvió la cara hacia abajo, y gritando respondió:
-Dos hombres con rifles, se destacan en lo blanco del camino.
-¿A qué distancia?
-A unos dos kilómetros.
-¿Se mueven?
-No, están quietos.
-¿Qué otra cosa ves?-pregunto el oficial después de un rato de silencio.
El chico miro a la derecha, luego dijo:
-Cerca del cementerio, entre los árboles, entre los árboles, hay algo que brilla. Parecen bayonetas.
-¿Ves gente?
-No, quizá se ocultaron entre los trigales.
En aquel instante un agudo silbido de bala paso muy alto y cerca del árbol.
¡Baja pequeño!-grito el oficial-Te han descubierto, ya no necesito mas información. ¡Baja pronto!
Yo no tengo miedo-Contesto el muchacho.
Baja-Insistió el oficial-¿Has visto algo más en el flanco izquierdo?
-¿A la izquierda?
-Si, a la izquierda.
El muchacho se asomo hacia la izquierda. En ese instante otro silbido más agudo y bajo que el anterior corto el aire. El niño se escondió totalmente, entre las hojas y dijo en tono irónico:
-¡Demonios!, ¡la tienen contra mí!
La bala casi le había rozado.
¡Bájate!-grito el oficial, con voz autoritaria y molesta.
Si, bajo enseguida-contesto el muchacho-pero estoy cubierto por el árbol. No se preocupe. ¿Quiere saber lo que hay a la izquierda?
-Si a la izquierda, pero ¡baja!
Del lado izquierdo-grito el chico, asomándose por aquel lado del árbol-Donde hay una capilla creo que hay…
Un tercer silbido paso por lo alto  y casi en el momento el chico se desplomo. Se mantuvo, no obstante, un instante sujetándose del tronco y de las ramas, sin embargo luego se precipito de cabeza y con los brazos extendidos.
¡Maldita sea!-grito el oficial, quien corrió a auxiliarlo.
La espalda del muchacho se golpeo contra el suelo y quedo extendido boca arriba y con los brazos en cruz. Del lado izquierdo del pecho brotaba un hilillo de sangre, el sargento y dos guardias bajaron de sus caballos, el oficial se inclino y le aparto la camisa. La bala le había entrado en el pulmón izquierdo.
¿Ha muerto?-pregunto el oficial.
¡No, vive!-contesto el sargento.
Pobre muchacho-dijo el oficial-¡ten animo, muchacho valeroso!, ¡ánimo!
Pero mientras intentaba infundirle valor y procuraba detener la sangre con un pañuelo, el muchacho cerró los ojos y dejo caer la cabeza. Había muerto. El oficial palideció, lo observo durante unos minutos, después intento acomodarle la cabeza encima de hierba, se puso de pie y se mantuvo en esa posición, quieto, sin separar la vista de él. El sargento y los dos guardias, inmóviles,  lo observaban también.
Los otros seguían formados en línea de frente a los contrarios.
¡Pobre muchacho!-repitió con tristeza el oficial-¡pobre y valeroso muchacho!
Entro en la casa, quito de la ventana la bandera bicolor y la extendió encima del muchacho, a modo de mortaja, le descubrió la cara. El sargento recogió y coloco junto al cadáver los zapatos, la gorra, el cuchillo y la vara de fresno.
Incluso permanecieron durante unos minutos en silencio. Luego el oficial mando al sargento: Mandaremos a los médicos para que lo recojan. Ha muerto como guardia imperial, y los guardias deben darle sepultura.
Luego de decir esto lanzo un beso al muerto con la mano y ordeno:
¡A caballo!
Se reunió el pelotón y continuaron la marcha.
Pocas horas después, el muchacho muerto recibió sus honores de guerra.
A la caída de la tarde, la vanguardia cardeliana avanzaba hacia las líneas enemigas, y por el mismo camino recorrido esa mañana por el pelotón de caballería, marchaban en dos filas el quinto regimiento de cardel, que pocos días antes había regado valerosamente con su sangre la colina de Santa Monserrat. La noticia del niño muerto había corrido ya, entre los soldados antes de que salieran del campamento. El sendero, flanqueado por un arroyo, pasaba a pocos pasos de la casucha. Cuando los primeros oficiales vieron tendido el pequeño cadáver y cubierto con la bandera cardeliana lo saludaron con la espada y uno de ellos se inclino sobre la orilla del arroyo que estaba llena de flores, arranco unas cuantas y se las lanzo. Todos los guardias al paso de la marcha arrancaban flores y las lanzaban sobre el cadáver. A los pocos minutos el niño quedo cubierto por las flores y los oficiales y guardias los saludaban al pasar.
¡Bravo valiente muchacho!, ¡Adiós, bravo niño!, ¡Viva el rubiecito!
Un oficial se quito del pecho su medalla de valor y se la coloco encima, y otro lo beso en la frente. Y continuaba la lluvia de flores cayendo sobre sus pies desnudos, sobre el pecho ensangrentado y sobre sus rubios cabellos. Y el dormía allí sobre la hierba, envuelto en su bandera, con el rostro blanco y casi sonriente, como si sintiera aquellos saludos y estuviera contento de haber dado la vida por su amada patria.

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